Un domingo por la noche cualquiera
Es domingo por la noche. Un domingo por la noche más. Una noche más de otro domingo que cierra una semana. El comienzo de una nueva semana de trabajo. Tengo el estómago atenazado. Otra vez. No puedo cenar tranquilo. No tengo hambre. No puedo ver una película. Es muy larga. Más de hora y media de duración. Dónde estarán las películas al estilo Ramones cuando las necesitas. Es mucho tiempo para invertir en ocio. Tengo que descansar. Ya he limpiado las armas. Tengo que prepararme. Tengo que aprovechar las horas de sueño que tengo hasta que comience el lunes. Un lunes más. Detrás de un domingo más. Un lunes con muchas cosas. Cosas que me he auto impuesto yo. Pero muchas. Como siempre.
Los viernes solía terminar el día diciendo eso de “qué pedazo de semana”. Siempre tenía la sensación de que había hecho muchas cosas. Y volvía a decir lo mismo el viernes siguiente. Después de haber hecho mil cosas. Avanzado muchos proyectos. Dado muchas charlas. Peleado todo lo que había que pelear. Como los perros peleones. Que yo no me escatimo una pelea. No hay pelea demasiado grande si mi cabeza dice que merece la pena el objetivo. Y decía lo mismo el viernes. Una semana más en la que habría viajado muchos kilómetros. En aquel tiempo cada semana me parecía especial e intensa. Hasta que me di cuenta de que terminaba todos los viernes por la noche igual de destrozado. Y diciendo exactamente lo mismo: “qué pedazo de semana”.
Es verdad que la edad ha hecho que cambie la forma en que afronto los días de la semana. Es verdad que ahora vivo más apretado entre semana. Que disfruto mucho más los lunes, los martes, los miércoles y los jueves. Que los exprimo una décima más en cada curva. Con "Los niños perdidos", con "Los 50 chuletones de Grey", con más bici y más carreras, con más series de ciencia ficción, con más superhéroes, música y risas. Sacando un poco más de cada semana. Con cenas, vino, pedales y risas. Muchas más risas. Que descubrí hace algo de tiempo que la vida no es una función discreta que se vive cada cinco días de trabajo.
Pero aún así, cuando llegan los viernes sigo diciendo eso de "qué pedazo de semana". Desde hace muchos años. Desde que me movía en espiral por el mundo en mi pequeña Informática 64, hasta hoy en día donde el mundo se me ha hecho un poco más pequeño. Sigo exprimiendo cada semana como si fuera la última. Al final, ¿quién sabe?, podría serlo.
Y llegan los viernes. Esos viernes. Siempre fueron los días que más me gustaron. Porque llego con los deberes hechos. Con la semana cumplida. Con la batería gastada. Con el cerebro saturado. Hecho fosfatina. Con ganas de no pensar. Cansado como un gato que ha tenido que correr mucho para salvar el pellejo. Hambriento. Como un perro mojado, sucio y débil que ha correteado por el mundo siendo un callejero. Muerto de hambre. Muerto de energía. Un viernes para ir a morir en la cama. Para morir con vino o con cerveza. Y caer inconsciente unas horas en los brazos de Morfeo. Las horas en que mi muñeco es capaz de vivir perdiendo el control.
Un viernes para que me regañen por no cuidarme. Para que se metan conmigo los amigos, que me envían mensajes y fotos mientras preparan el esquí por la montaña o los saltos por el monte con la bici. Para que me hablaran de árboles y de ardillas. De relax. De albariño. De casas perdidas en el campo. De viajes en los que no me voy a tener que poner el gorro. De esos en los que las mañanas empiezan muy tarde. De cómo hay que acompasar la respiración para relajarse. O decido esconderme y sentarme en soledad a ver una serie. Una buena o una mala, que más da. Hasta Dirk Gently me vale. Y tomar cervezas hasta cerrar los ojos en el sofá mientras el mundo se apaga ahí fuera. Y yo solo quiero poner en modo stand-by para volver a la acción. O para dejarme machacar por Mi Hacker y Mi Survivor a lo que ellas quieran.
Pero los domingos son distintos. La batería se ha cargado todo lo que puede cargarse en un móvil viejo. Al sesenta o setenta por ciento. No da para más la pila cuando la has gastado tanto. Pero llega otra semana por delante. Con muchas decisiones. Con muchas batallas en las que pelear. De explorador. De ser el alférez al que se le fuerza voluntario para la misión suicida con un grupo de mercenarios que darían su brazo y su sangre por él. O de ser el primer violín que debe actuar en la Ópera de Viena delante de público y crítica. O simplemente un zapador que va desactivando minas a escondidas al tiempo que pone otras. Una semana nueva. Con muchos días. Con muchas horas. Con muchos kilómetros por delante.
Y no duermo esas noches de domingo. Nada. Y doy vueltas en la cama. Muchas. Y me duele el estómago. Hasta agarrarme las cicatrices que pueblan mi cuerpo. Y mi cuerpo se tensa. Se estira más allá de lo que quiero. Por fuera y por dentro. Me retuerzo en los pensamientos. En los planes. En los datos que acumulé la semana anterior y que el viernes comprimí al desconectar mi cerebro. En analizar situaciones al detalle. En darle una vuelta más al tablero de ajedrez. Del derecho y del revés. A ver lo que significa esa palabra dicha. Ese cuadro que me han pintado. Ver la foto por detrás. Encontrar la trampa en la pantalla de esta fase del Manic Mansion. Un vistazo de nuevo antes de cruzar la puerta en esta fase del Quake II. Viendo si merece la pena correr o acechar. Repasando los discursos dichos y por decir.
Y cierro los ojos. Para dormir. Para no ver nada. Pero veo más que nunca. Dentro de mi cerebro hay luz y taquígrafos repasando toda la información. Todos los papeles de la trama. El argumento de esa temporada tres de True Detective. Y estoy tumbado. Pero mi corazón corre como si estuviera dando pedales por el monte. Y salto, pero sin moverme. Solo para caer del revés en el mismo sitio. Me destroza las entrañas. Maldito estrés. Malditos nervios. Me siento como un piloto de Formula 1 esperando que se apague el semáforo. Quiero salir a pista ya.
E intento pensar en cosas bonitas para pasar esa página que ya he garabateado en mi cerebro. Me fuerzo a ello. A pensar en un rato divertido sobre los patines. En esa canción que me gusta. Esa secreta que solo me gusta a mí y no he compartido en Instagram. En un descenso sin matarme con la tabla de snowboard por la nieve. En el sol dándome en los ojos cuando subo la cuesta de la Casa de Campo de Madrid buscando ese límite que sé que está tan cerca. En ese libro que me canse los ojos y la mente. Y me dé reposo. Relax. Energía para quemar la semana que entra. Y me veo bajando con mi monopatín por la rampa del edificio central para terminar en la oscuridad en la que estoy ahora. Y enciendo la luz solo para ver que ya hace un par de horas que es lunes. Y que me queda poco tiempo para descansar. Y me enfado. ¿Por qué no estás aquí cuando lo necesito?
Y me enfado mucho. Me enfado porque voy a estar lento. Como Homer. Y no puedo permitírmelo. Necesito estar fuerte esta semana. Como la anterior. Y la anterior. Y la siguiente. Y busco un libro. O un cómic. O algo que cierre ese cerebro que se enciende los domingos noche. Que no deja de pensar en los detalles. En lo bueno y en lo malo. Que tiene clarividencia cuando más oscura es la noche de ese domingo. Lo anota todo. Todos los detalles. Y revisa las notas del pasado. Y revisa los detalles con minuciosidad. Y lo ve. Y quiere que llegue el lunes ya para hacerlo. Para tener en la mano el mando de mis actos. Para tener el teclado sobre las piernas y escribir letras una tras otra en un largo texto. O en un corto mensaje. O poder llamar por teléfono sin que piensen que estoy loco.
Y comienza el lunes. Pronto. Muy pronto. A esas seis de la mañana que marcan el reloj de mis biorritmos. Con una ducha larga. Con un café amargo. Busco la musa de las letras para que me inspire. Bajo el agua. De agua caliente. Mi cerebro se ha encendido. Está a tope. A mil. Está iluminado como el Condensador de Fluzo. Las mañanas son suyas. Son su momento. El café lo activó. De un salto. Y la noche del domingo ya no existe. Comienza la carrera para llegar al viernes. Para decir en meta eso de "qué pedazo de semana". Pero... ya no me quejo. Esta es mi vida. Y me gusta.
Saludos Malignos!
Figura 1: Un domingo por la noche cualquiera |
Los viernes solía terminar el día diciendo eso de “qué pedazo de semana”. Siempre tenía la sensación de que había hecho muchas cosas. Y volvía a decir lo mismo el viernes siguiente. Después de haber hecho mil cosas. Avanzado muchos proyectos. Dado muchas charlas. Peleado todo lo que había que pelear. Como los perros peleones. Que yo no me escatimo una pelea. No hay pelea demasiado grande si mi cabeza dice que merece la pena el objetivo. Y decía lo mismo el viernes. Una semana más en la que habría viajado muchos kilómetros. En aquel tiempo cada semana me parecía especial e intensa. Hasta que me di cuenta de que terminaba todos los viernes por la noche igual de destrozado. Y diciendo exactamente lo mismo: “qué pedazo de semana”.
Es verdad que la edad ha hecho que cambie la forma en que afronto los días de la semana. Es verdad que ahora vivo más apretado entre semana. Que disfruto mucho más los lunes, los martes, los miércoles y los jueves. Que los exprimo una décima más en cada curva. Con "Los niños perdidos", con "Los 50 chuletones de Grey", con más bici y más carreras, con más series de ciencia ficción, con más superhéroes, música y risas. Sacando un poco más de cada semana. Con cenas, vino, pedales y risas. Muchas más risas. Que descubrí hace algo de tiempo que la vida no es una función discreta que se vive cada cinco días de trabajo.
Pero aún así, cuando llegan los viernes sigo diciendo eso de "qué pedazo de semana". Desde hace muchos años. Desde que me movía en espiral por el mundo en mi pequeña Informática 64, hasta hoy en día donde el mundo se me ha hecho un poco más pequeño. Sigo exprimiendo cada semana como si fuera la última. Al final, ¿quién sabe?, podría serlo.
Y llegan los viernes. Esos viernes. Siempre fueron los días que más me gustaron. Porque llego con los deberes hechos. Con la semana cumplida. Con la batería gastada. Con el cerebro saturado. Hecho fosfatina. Con ganas de no pensar. Cansado como un gato que ha tenido que correr mucho para salvar el pellejo. Hambriento. Como un perro mojado, sucio y débil que ha correteado por el mundo siendo un callejero. Muerto de hambre. Muerto de energía. Un viernes para ir a morir en la cama. Para morir con vino o con cerveza. Y caer inconsciente unas horas en los brazos de Morfeo. Las horas en que mi muñeco es capaz de vivir perdiendo el control.
Un viernes para que me regañen por no cuidarme. Para que se metan conmigo los amigos, que me envían mensajes y fotos mientras preparan el esquí por la montaña o los saltos por el monte con la bici. Para que me hablaran de árboles y de ardillas. De relax. De albariño. De casas perdidas en el campo. De viajes en los que no me voy a tener que poner el gorro. De esos en los que las mañanas empiezan muy tarde. De cómo hay que acompasar la respiración para relajarse. O decido esconderme y sentarme en soledad a ver una serie. Una buena o una mala, que más da. Hasta Dirk Gently me vale. Y tomar cervezas hasta cerrar los ojos en el sofá mientras el mundo se apaga ahí fuera. Y yo solo quiero poner en modo stand-by para volver a la acción. O para dejarme machacar por Mi Hacker y Mi Survivor a lo que ellas quieran.
Pero los domingos son distintos. La batería se ha cargado todo lo que puede cargarse en un móvil viejo. Al sesenta o setenta por ciento. No da para más la pila cuando la has gastado tanto. Pero llega otra semana por delante. Con muchas decisiones. Con muchas batallas en las que pelear. De explorador. De ser el alférez al que se le fuerza voluntario para la misión suicida con un grupo de mercenarios que darían su brazo y su sangre por él. O de ser el primer violín que debe actuar en la Ópera de Viena delante de público y crítica. O simplemente un zapador que va desactivando minas a escondidas al tiempo que pone otras. Una semana nueva. Con muchos días. Con muchas horas. Con muchos kilómetros por delante.
Y no duermo esas noches de domingo. Nada. Y doy vueltas en la cama. Muchas. Y me duele el estómago. Hasta agarrarme las cicatrices que pueblan mi cuerpo. Y mi cuerpo se tensa. Se estira más allá de lo que quiero. Por fuera y por dentro. Me retuerzo en los pensamientos. En los planes. En los datos que acumulé la semana anterior y que el viernes comprimí al desconectar mi cerebro. En analizar situaciones al detalle. En darle una vuelta más al tablero de ajedrez. Del derecho y del revés. A ver lo que significa esa palabra dicha. Ese cuadro que me han pintado. Ver la foto por detrás. Encontrar la trampa en la pantalla de esta fase del Manic Mansion. Un vistazo de nuevo antes de cruzar la puerta en esta fase del Quake II. Viendo si merece la pena correr o acechar. Repasando los discursos dichos y por decir.
Y cierro los ojos. Para dormir. Para no ver nada. Pero veo más que nunca. Dentro de mi cerebro hay luz y taquígrafos repasando toda la información. Todos los papeles de la trama. El argumento de esa temporada tres de True Detective. Y estoy tumbado. Pero mi corazón corre como si estuviera dando pedales por el monte. Y salto, pero sin moverme. Solo para caer del revés en el mismo sitio. Me destroza las entrañas. Maldito estrés. Malditos nervios. Me siento como un piloto de Formula 1 esperando que se apague el semáforo. Quiero salir a pista ya.
E intento pensar en cosas bonitas para pasar esa página que ya he garabateado en mi cerebro. Me fuerzo a ello. A pensar en un rato divertido sobre los patines. En esa canción que me gusta. Esa secreta que solo me gusta a mí y no he compartido en Instagram. En un descenso sin matarme con la tabla de snowboard por la nieve. En el sol dándome en los ojos cuando subo la cuesta de la Casa de Campo de Madrid buscando ese límite que sé que está tan cerca. En ese libro que me canse los ojos y la mente. Y me dé reposo. Relax. Energía para quemar la semana que entra. Y me veo bajando con mi monopatín por la rampa del edificio central para terminar en la oscuridad en la que estoy ahora. Y enciendo la luz solo para ver que ya hace un par de horas que es lunes. Y que me queda poco tiempo para descansar. Y me enfado. ¿Por qué no estás aquí cuando lo necesito?
Y me enfado mucho. Me enfado porque voy a estar lento. Como Homer. Y no puedo permitírmelo. Necesito estar fuerte esta semana. Como la anterior. Y la anterior. Y la siguiente. Y busco un libro. O un cómic. O algo que cierre ese cerebro que se enciende los domingos noche. Que no deja de pensar en los detalles. En lo bueno y en lo malo. Que tiene clarividencia cuando más oscura es la noche de ese domingo. Lo anota todo. Todos los detalles. Y revisa las notas del pasado. Y revisa los detalles con minuciosidad. Y lo ve. Y quiere que llegue el lunes ya para hacerlo. Para tener en la mano el mando de mis actos. Para tener el teclado sobre las piernas y escribir letras una tras otra en un largo texto. O en un corto mensaje. O poder llamar por teléfono sin que piensen que estoy loco.
Y comienza el lunes. Pronto. Muy pronto. A esas seis de la mañana que marcan el reloj de mis biorritmos. Con una ducha larga. Con un café amargo. Busco la musa de las letras para que me inspire. Bajo el agua. De agua caliente. Mi cerebro se ha encendido. Está a tope. A mil. Está iluminado como el Condensador de Fluzo. Las mañanas son suyas. Son su momento. El café lo activó. De un salto. Y la noche del domingo ya no existe. Comienza la carrera para llegar al viernes. Para decir en meta eso de "qué pedazo de semana". Pero... ya no me quejo. Esta es mi vida. Y me gusta.
Saludos Malignos!
Via: www.elladodelmal.com
Un domingo por la noche cualquiera
Reviewed by Anónimo
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